Alessandra De Zaldo

Miércoles con Pato

El mejor maestro de vida que he tenido es Pato, mi abuelo. Desde que era niña, era mi persona favorita en todo el planeta entero. Él me enseño casi todas las lecciones más importantes, me transmitió todas sus pasiones y le dio un sentido a mi vida, aunque hubiera sido demasiado pequeña para entenderlo en ese entonces.

            Los miércoles eran asignados para visitar a mis abuelos a comer, usualmente, sólo mi hermana y yo. Mi abuelito Pato solía recogernos de la escuela puntualmente en su coche azul, medio gris eléctrico. Ponía sus canciones de música clásica como Las Cuatro Estaciones de Vivaldi y su artista favorito, Frank Sinatra; aunque su canción preferida era What A Wonderful World de Louis Armstrong.

            Era una persona extremadamente comunicativa y le fascinaba contar sus millones de historias y sobre las personas que había conocido en el transcurso de su vida. Nunca dejaba de enfatizar lo importante que fue su relación con su hermano, sobretodo cuando ambos estudiaban en la milicia. Le encantaba platicar sobre sus viajes a Sudáfrica, Estados Unidos y la península del sur de México, con su pasión por el mar y snorkelear. Siempre nos contaba de cuando fue diplomático para la embajada de Irlanda como golpe de suerte. Le encantaba su trabajo en Televisa y amaba a su jefe. Era un genio, pues había sido autodidacta en 5 idiomas: francés, inglés, portugués, italiano y alemán. Lo podía hablar, escribir y leer a la perfección.

            Por él, me enamoré del poder de las historias y de la creatividad. Solíamos hacer recortes de papel en forma de animales, en donde su favorito era el elefante. Tenía una imaginación y energía impresionante. Tenía millones de películas en DVD y las categorizábamos sobre su cama para poder jugar como si estuviéramos en Blockbuster y después la veíamos acurrucados en su tele acompañados de una lechita de fresa o chocolate. Sus películas favoritas eran Jurrasic Park, Fantasia, La Novicia Rebelde y todas las que incluyeran animales asesinos como Tiburón, Anaconda y las hormigas devoradoras de humanos. Pato amaba las matemáticas y siempre me intentaba explicar las fracciones o ayudarme con mis tareas de Kumón.

            Le encantaba ver los documentales de David Attenborough y enseñarme sus revistas de National Geographic, además de todos sus álbumes fotográficos. Los ilustraba de tal manera que me envolvía en su historia por completo y le rogaba que me las volviera a contar. Me llevaba a museos de Historia Natural junto con mi abuela, pues es bióloga y los dos se fascinaban con la vida.

            Todos los veranos viajábamos a Cancún y era imprescindible ir a snorkelear, en donde me tomaba de la mano con su “garra de tigre”, como le decía, y me enseñaba todas las maravillas marinas, la tranquilidad del océano y como divertirse bajo las olas. Solía empacar junto con mi abuelita una “maleta de sorpresas”, en donde nos vendaban los ojos, silbaban una melodía y mi hermana y yo teníamos que escoger algo al azar. Eran pinturas, cuadernos, revistas, libros, todo lo que nos gustaba. Una vez, me regaló mi peluche favorito, el cual llevaba a todas partes, un tigre enorme. Le encantaba comer, pero no es una exageración, arrasaba con los buffetes. La disfrutaba con demasiado placer y siempre quería que probara todo, sin desperdiciar absolutamente nada.

            Le decíamos Pato, a pesar de que se llamaba Raúl porque siempre que mi abuelita necesitaba ayuda, se hacía el menso. Así que todos lo molestábamos y se le quedó ese apodo. Mi abuelito Pato. Debo de admitir que le encantaba. Su lenguaje del amor era escribir cartas, por lo tanto, me transmitió ese amor desde niña. Le teníamos que escribir cartas cada semana contándole de nuestras amigas, problemas y actividades favoritas, en donde a veces el las respondía con palabras en francés. Y cuando viajábamos, le teníamos que traer una postal con nuestros lugares favoritos.

            Pero hubo una época en donde se enfermó. Resultó que lo había invadido cáncer en el cólon. Tuvo que pasar por varias cirugías y en una de ellas, los doctores olvidaron un trapo en su interior. Lo tuvieron que transferir de hospital porque su salud estaba empeorando. Tenía que estar en reposo todo el tiempo, comiendo cosas desabridas. Mi hermana y yo lo visitábamos para ayudarle con sus ejercicios de respiración y brindarle ánimos. Definitivamente, fue un poco traumático para nosotras porque bajó muchísimo de peso. Ya no tenía esa panza que lo caracterizaba y sus cachetes estaban chupados, casi no tenía energía. Siempre había sido una persona muy activa, pues iba diario al Club España a nadar y jugar tennis. A veces lo acompañabamos y era el más feliz de la vida. En una de las visitas, le llevé una carta, lo abracé y al despedirme, le dije:

- Pato, te quiero mucho, pero no tienes que seguir luchando si ya no tienes fuerzas. – mientras que le hacía “una garra de tigre”.

- Eres mi persona favorita, ¿sabías? Pero no le digas a tu hermana. – me contestó.

- Por supuesto que no. – me reí. – Adiós, Patito. Te quiero.

Antes de que me saliera de su cuarto en el hospital, me gritó.

- Ale, no, no voy a perder mis fuerzas.

Pasaron algunos meses y se recuperó maravillosamente. El color le había regresado a la piel, su sonrisa a la cara y la energía al cuerpo. Lo seguimos visitando todos los miércoles, pero habíamos cambiado sus hábitos alimenticios para que fuera mucho más saludable. Le encantaba que le enseñara mis textos y fotografías. También le encantaba cuando le llevábamos a Milka de visita, pues se la pasaba acariciándola y nos contaba sus propias anécdotas con su perrita Daisy, una Airedale Terrier.

            En marzo del 2018, me fui de viaje con una de mis mejores amigas a Chiapas. Era nuestro primer viaje solas. Exploramos sin parar, visitando lugares recónditos y coloridos. Pero en el cumpleaños de mi hermana, mi amiga, Isabella me despertó de la nada.

- Ale, te está marcando tu mamá.- Me dijo seriamente.

- Hola, Ma… ¿Qué pasó?… ¡Increíble! Fuimos a las lagunas y hemos comido delicioso… Te escuchas rara… ¿Es Bongo?- Le dije a punto de llorar, pues Bongo había sido invadido por un tumor en su mandíbula.

-  Ay, amor… Ojalá… Es… Es tu abuelito Pato… - Me dijo mientras que se soltaba a llorar.

- No… ¿Qué pasó?

- Tuvo un… infarto… Lo siento, amor…

Colgué el teléfono y me solté a llorar descontroladamente. Isabella me estaba abrazando y apoyando. Me sentía muy culpable porque no me había despedido de él, no lo pude abrazar por una última vez ni tuve la oportunidad de decirle que lo amaba antes de irme de viaje. Además, tres días antes de la llamada, había tenido un sueño muy bizarro y vívido.

- Oye, Isa, tuve un sueño súper raro. – Le dije mientras que tomábamos un café.

- Cuéntame.

- Soñé que estaba en el funeral de mi abuelo. Era como una ceremonia militar, con
todos nuestros conocidos.

- Toco madera. Yo también he estado soñado raro.

Así que me salí al jardín a escribirle una carta de despedida, mientras que lloraba. Lo extrañaba y lo quería abrazar una última vez. La tía de Isabella nos llevó al aeropuerto y me daba consejos espirituales para estar en paz.

            En el avión, me había puesto mis audífonos y sentado junto a la ventana.

- Disculpa, éste es mi lugar. Te encargo si te mueves. – Me dijo una vieja súper mamona.

- Perdón, pero he tenido un día terrible. ¿Me podrías cambiar de lugar?

-  Por supuesto que no, por eso lo compré junto a la ventana.

Me senté en el pasillo y no podía dejar de llorar. Era un mar. Me dolía la cabeza y tenía la cara hinchada. Me recogieron los papás de Isabella, Oscar y Clau, para ir al funeral. Son como mis segundos padres, siempre nos apoyan cuando los tiempos son difíciles.

            En cuanto llegué, me perdí entre los brazos de mi papá porque él también adoraba a mi abuelito y los dos nos derrumbamos emocionalmente.

-Yo sé, chaparrita. Te entiendo. – Me decía mientras me apretaba.

Entramos al cuarto en donde estaba su ataúd y no pude verlo. No quería verlo. No quería que mi última imagen de Pato fuera una en la que él no tuviera su sonrisa. Tenía un gran carisma y sentido del humor. Mi mamá quería que yo hablara en su ceremonia, pero no podía dejar de hablar sin derramar lágrimas, así que no lo hice. 

            Cuando se estaban llevando su ataúd, salí corriendo para entregarle la última carta que le había escrito. Esperaba que pudiera tener mis palabras y mi amor con él para siempre. En ese momento, perdí todas mis fuerzas y casi me caigo al piso, pero mi papá me atrapó con un abrazo. Vi a mi abuelita y me desplomé con ella.

- Eras el gran amor de su vida. – Me dijo mientras que ella lloraba. Yo me sentía muy triste por ella también porque él había sido su compañero incondicional de vida. Habían estado casados por más de 50 años. Siempre iban juntos a todas partes; era muy raro verlos separados.

          Esa noche, me dormí abrazada de su portarretratos y él me visitó por última vez en mis sueños. Estaba con su chamarra café gigantesca, sus pocas canas y una sonrisa del tamaño del mundo, mientras que movía la mano para despedirse. Cuando pasó por la puerta, todo se volvió blanco. Sabía que él estaba bien, en donde fuera que estuviese.

       No hay un día en el que no me acuerde de él. Me imagino platicándole sobre mis aventuras, de poderle presentar a Tobias para que hablen en alemán, nadar en el mar de Cancún, enseñarle mis artículos y fotografías en Costa Rica, cocinarle mis especialidades y escribirle un millón de cartas más o que viera como mi hermana y yo nos convertimos en mejores amigas. No se la creería. Lo que daría por darle un último abrazo apretado y escuchar su risa. La verdad es que hasta el día de hoy, no he podido escuchar la música que le encantaba porque no puedo dejar de llorar. Han pasado alrededor de 5 años y es algo que aún me duele. Sin embargo, todos los años ponemos su fotografía en el altar en el Día de Muertos con sus comidas favoritas y me brinda paz saber que nadie nunca lo va a olvidar. Sería imposible. 

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